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viernes, 23 de agosto de 2013

¿CRISIS? SÍ, DE ¡VALORES!








Somos un pueblo históricamente perezoso: nos gusta el fútbol, la playa, salir de copas, dormir mucho y trabajar poco. Los jornadas de ochos horas son ya lo suficientemente amplias como para comenzar antes del horario y como para continuar  después de ellas; las fiestas, las vacaciones son conceptos sagrados e intocables y siempre se protesta a su vuelta.

Y paradójicamente, cuando tenemos un empleo, pensamos que nos merecemos uno mejor remunerado y/o cualificado y protestamos por las condiciones laborales: mala retribución, exceso de horas, pocas vacaciones, lo que nos cuesta madrugar, etc.

Somos una sociedad quejica por decreto: ahora que todos atravesamos situaciones de dificultad económica (graves o menos graves) que directamente afectan a nuestro negocio o trabajo, ponemos el grito en el cielo proclamando un terrible injusticia porque los demás opten por otros negocios distintos al nuestro o por productos de la competencia o porque se diga que nuestra tarifa es elevada . Sin embargo, cuando nos toca a nosotros elegir opciones, no hay derecho a queja por parte del otro; por ejemplo, cuando acudimos a un “bazar chino”, a un “mercadillo”, a un “outlet”, a una “gran superficie”, a un “burguer” o a un “top manta” buscando el chollo, la ganga, y pagar lo menos posible, aún en detrimento de la calidad y por supuesto, sin pensar a quien o quienes perjudicamos. 
Y sorprendentemente, si se nos pregunta abiertamente, negamos estar entre éstos.

Somos un país genéticamente tramposo: cuando nos toca cumplir con nuestras obligaciones tributarias, administrativas o viales, intentamos eludirlas y/o evadirlas. Todos pensamos que mientras no nos descubran, la cosa marcha; que podemos transgredir los principios y las normas; "que si no lo hacemos nosotros, lo harán otros". Y no es así. 
E indudablemente, todos pagamos “nuestros” impuestos, nadie defrauda ni busca atajos ni amiguismos y todos cumplimos las normas de manera efectiva.

Y con ello, ¿salimos beneficiados? ¿Hacemos que otros salgan beneficiados? ¿O se trata del YO primero y los demás nunca? ¿Hemos puesto nuestra meta en la trampa para no ser tomados por unos timoratos?
¿Qué ejemplo damos a los demás y a nuestros hijos? ¿Todo vale?

Es difícil enseñar a nuestros hijos el valor “tolerancia”, si ven que insultamos permanentemente a todos aquellos con quienes tenemos diferencias de opiniones.
Igualmente resulta complicado promover el valor “respeto” si  no respetamos las normas de nuestra sociedad.



Hace no mucho tiempo (no más de dos décadas), nadie daba tanta importancia a lo material y la vida se regía por otros parámetros o quizás discurría de una forma más ética y coherente con nuestra conciencia, satisfechos de nuestro buen hacer y dando importancia a las cosas por su valor y no por su precio, preocupándonos más por los demás, a veces, incluso que por nosotros: se cedía el asiento a un anciano, se abría la puerta a una mujer, se ayudaba a los vecinos, se compraba en la ferretería de abajo, en la carnicería de la esquina, en la tienda de nuestra calle o en el restaurante de toda la vida, se pagaban religiosamente los impuestos porque todos sabíamos que los demás hacían lo propio, se cumplían las normas en los colegios, en las carreteras, etc. No existía una intención premeditada de hacer mal o aprovecharse de los demás porque teníamos la certeza de que nadie lo haría. En definitiva, todos nos regíamos por principios y valores, y poníamos en práctica las "buenas maneras"

¿Somos conscientes alguna vez, cuando tomamos decisiones no basadas en principios o valores, de que si el resto de la gente hace lo mismo, nos afectará de forma negativa en nuestra vida, en nuestro trabajo u ocupación?
¿Seguimos siendo amigos de la persona que pierde su trabajo y su nivel social o le tachamos definitivamente de la lista de personas interesantes, o dejamos de llamarle y de verle? Al pobre, no le importan las tarifas de las distintas compañías operadoras ni tan siquiera el modelo o la marca del terminal: sencillamente el teléfono deja de sonar.

¿Nos preocupa ver al vecino cerrar el negocio familiar de toda su vida porque le ahogan las deudas o miramos a otro lado? Miles de pequeños negocios en quiebra o cerrados de por vida.

¿A nadie le sobrecoge escuchar todas las mañanas, en los medios de comunicación, que se producen más de 500 ejecuciones de desahucio diarias o creemos que a nosotros jamás nos podría suceder algo parecido?Jamás podríamos pensar que nadie llegara a plantearse el suicidio como solución a la pérdida de su hogar.

¿Creemos que la solución a la crisis en nuestro país pasa por eliminar la paga de miles de trabajadores de la función pública, recortarles vacaciones, sueldos, medios y condiciones laborales? ¿O más bien se les ha negado a esas personas su entusiasmo en el trabajo o limitado su poder adquisitivo, culpándoles de tener un empleo más o menos fijo y seguro?Los funcionarios no son sólo esas personas que nos encontramos en las ventanillas de las administraciones, a veces amables y otras, no. Son también los que hacen que el país avance y funcione correctamente: son los médicos, los profesores, los policías, los bomberos, los que limpian las calles y arreglan los jardines, los que trabajan en el metro o en los autobuses, incluso los políticos, que alguno hay decente.

Efectivamente, no sólo nos hallamos ante una crisis económica nunca antes vista, sino ante una crisis de valores (cualitativos y cuantitativos, éticos y morales) y que, en parte, motivó la aparición de aquélla. 

El sentimiento de “crisis de valores” nos aborda cuando no se ponen en práctica los principios que se supone se conocen, o se exhiben comportamientos contrarios a los mismos, es decir, se  produce cuando su significado comienza a perder sentido y utilidad práctica. 

TODOS, por acción u omisión, hemos dejado el sitio que le correspondía a las cosas verdaderamente importantes, duraderas y valiosas para dar paso a las efímeras, baldías e insatisfactorias, al cortoplacismo (aquí y ahora). Hemos construido una sociedad donde prima el egoísmo sobre el altruismo, donde la avaricia vence a la generosidad, donde triunfa el aparentar sobre el ser,  donde “tanto tienes, tanto vales”, donde la soberbia y la vanidad anulan a la modestia y a la sencillez, donde la inmediatez elimina al esfuerzo, donde el individualismo niega el bien común y donde todo releja un vacío interior y un caos exterior. Hemos fundado el imperio del “yoísmo”: yo primero,  yo quiero, yo necesito, yo merezco, yo exijo, yo tengo, yo más…

¿Qué son los valores? Los valores son principios que nos permiten orientar nuestro comportamiento para realizarnos como personas (PERSONALES)

Son creencias fundamentales que nos ayudan a preferir, apreciar y elegir unas cosas en vez de otras, unos comportamientos en lugar de otros (MORALES Y ESPIRITUALES).

También son fuente de satisfacción y plenitud. Nos proporcionan una pauta para formular metas y propósitos, personales o colectivos. Reflejan nuestros intereses, sentimientos y convicciones más importantes. Se refieren a necesidades humanas (MATERIALES) y representan ideales, sueños y aspiraciones, con una importancia independiente de las circunstancias (UNIVERSALES). Valen por sí mismos. Son importantes por lo que son, lo que significan, y lo que representan, y no por lo que se opine de ellos. 

Valores, actitudes y conductas están estrechamente relacionados. Cuando hablamos de actitud nos referimos a la disposición de actuar en cualquier momento, de acuerdo con nuestras creencias, sentimientos y valores. Los valores se traducen en pensamientos, conceptos o ideas, pero lo que más apreciamos es el comportamiento, lo que hacen las personas. Una persona valiosa es alguien que vive de acuerdo con los valores en los que cree. Ella vale lo que valen sus valores y la manera cómo los vive (PERSONALES).

Pero los valores también son la base para vivir en comunidad y relacionarnos con las demás personas (SOCIOCULTURALES). Permiten regular nuestra conducta para el bienestar colectivo y una convivencia armoniosa.
Quizás por esta razón tenemos la tendencia a relacionarlos según reglas y normas de comportamiento, pero en realidad son decisiones. Es decir, decidimos actuar de una manera y no de otra, con base en lo que es importante para nosotros como valor. Decidimos creer en eso y estimarlo de manera especial.

¿Dónde están los valores universales y atemporales que nos han llevado a progresar como personas y como sociedad? Lealtad frente a traición, dignidad frente a vileza, honestidad frente a corrupción, compromiso frente a irresponsabilidad, transparencia frente a suciedad, integridad frente a inmoralidad, respeto frente a intolerancia, empatía frente a egocentrismo.

¿Para qué sirven los valores? Los valores son una guía para nuestro comportamiento diario. Son parte de nuestra identidad como personas, y nos orientan para actuar en casa, en el trabajo, o en cualquier otro ámbito de nuestras vidas. Existen muchos, basta con entrenar unos cuantos.
Nos indican el camino para conducirnos de una manera y no de otra, frente a deseos o impulsos, bien sea que estemos solos o con otros.
Nos sirven de brújula en todo momento para tener una actuación consistente en cualquier situación.
Por ejemplo, en un transporte público algunas personas ceden su puesto a una mujer embarazada y otras no. Los primeros creen en el valor de la cortesía y el de la consideración con otras personas, sean o no conocidas.
Entre los que no ceden el puesto es común encontrar niños (que aún no tienen este tipo de valor), o personas ancianas que valoran más (sin que les falte razón) su necesidad de estar sentados, o personas que simplemente valoran más su propia comodidad.
Así, los valores nos sirven de base y razón fundamental para lo que hacemos o dejamos de hacer, y son una causa para sentirnos bien con nuestras propias decisiones.
Cuando actuamos guiados por valores no lo hacemos por lo que dirán o nos darán los demás. Actuamos por convicción, sin importar si otras personas nos están viendo.
La diferencia con otros comportamientos es que cuando creemos verdaderamente en una conducta que para nosotros representa un fundamento de vida, actuamos según esa creencia, sin que nos importe lo que digan los demás.
Cuando practicamos la honestidad como principio, no nos apropiamos de cosas ajenas porque creemos en el respeto por la propiedad de otros y no porque nos estén vigilando.
Hay personas que no practican la bondad con desconocidos porque creen que no recibirán un justo agradecimiento o una recompensa. Sin embargo, aunque puedan ser bondadosos con personas que valoran más (como sus hijos, alumnos, empleados o compañeros de trabajo), no asumen esa bondad como un principio de vida.
Si nos interesa fomentar ciertos principios de conducta como padres, maestros, jefes, o en cualquier rol de líder, sólo la práctica consistente de esos valores nos ayuda a dar el ejemplo sobre el significado concreto que ellos tienen en términos de actuación.
Si queremos cambiar esta degradada sociedad, empecemos por nosotros mismos. Somos los que más cerca nos tenemos. 
Es imposible que una comunidad funcione bien (la pareja, la familia, el trabajo, el colegio, los vecinos, la ciudad, el país) si las personas que la integran no se basan en ciertos principios que orienten permanentemente su forma de relacionarse, en las buenas y en las malas. Si no compartimos sus valores no nos sentiremos bien, ni funcionaremos de manera adecuada en esa comunidad. Tampoco nos producirá satisfacción ser parte de ella.







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